Llevo más tiempo del conveniente preguntándome si existe cosa tal como el destino o la vocación, y si el sentido de la vida se reduce a seguirlos fielmente. Como es usual, las preguntas esenciales llegan tarde, tanto que el tiempo no se deja agarrar por la cola y el único vano afán que queda es detenerlo.
No sé cuál es mi destino y, al parecer, no lo sabe nadie; pese a ello, los que me rodean parecen estar invadidos por un sosiego envidiable no menos que ignorante y aparente. Dije una vez que en ciertos lances ansío la vejez no por estar, supuestamente, más próxima a la muerte, sino porque en tal etapa nada se reclama, ni destino, ni vocación, ni sueños: ya no hay deseos a esa edad. Nada, salvo sentirse sereno, apaciguado, infinitamente sabio, solo esperando el feliz ocaso. A los viejos las preocupaciones y demás veleidades les han abandonado para bien; el destino y los sueños quedan tirados al lado del cuerpo debilitado, mientras el espíritu —si se han seguido los consejos de Cicerón— resplandece rebosante de sabiduría e intenta convivir con el peso de la cansada existencia. Es el gran momento de la vida en donde cabe la aceptación que, a diferencia de la resignación, no es fruto del miedo, sino del respeto por el otro o el mismo Destino.
Existe un valor que permanece escondido de los demás, pero que el hombre escucha en el fondo de su alma. Sabato se refiere a la fidelidad o traición al destino o a una vocación que sentimos perentorio cumplir. El destino no se manifiesta en abstracto, pero sí en instantes: los recónditos lugares, rostros y voces amadas, pasatiempos cultivados, en aquello que se ha perdido. En instantes de libertad únicos en la vida de un individuo, tan irrepetibles como una fotografía y la vida misma; en ellos caben gravosas decisiones que servirán como puente de llegada al fin supremo y esencia de cada ser condenado a ser libre. No deja de sorprenderme el poder del otro, quien un día se cruza sin uno siquiera advertir el inminente cambio en los ríos que su aparición entraña. Y es que parece que somos parte del mismo libro, del mismo mito y tragedia griega. Naturalmente, algunos rostros pasan como el agua, pero otros, atemporales, como la verdad, resisten; osaría decir eternamente, pero la eternidad está sujeta al tiempo no menos que lo efímero. Lo que describo es quizá el gozo más inmenso: el de compartir el destino con otros hombres y mujeres. Parecerá ya habitual, dado por sentado; pocas veces se cuestiona el misterioso origen de las cosas buenas. Aristóteles supo diferenciar a nuestra especie del resto de animales por la capacidad natural de relacionarnos políticamente, de hacer uso del lenguaje para discutir con los ciudadanos de la polis la justicia y demás utopías. Esta ofrenda de la naturaleza, el encuentro verdadero, constituye una posibilidad de cambio reservada para nosotros, casi un lujo ineludible que pasa desapercibido. Hoy, el diálogo es reemplazado por la idiota adoración a las pantallas cuyo peligro ya se preveía en los años cincuenta en mentes varias, desde Bradbury hasta Sabato. Ellos y otras grandes conciencias lúcidas continúan previniendo a sus lectores aquellos caminos en apariencia próvidos que en el fondo solo amenazan con arrebatarnos la libertad.
La resistencia, de hecho, es el camino más sinuoso y, quizá, más doloroso de todos. Obliga a pensar y a reflexionar. Obliga al incómodo silencio con uno mismo, sin ruido y sin decibeles amigos que nos rescaten. Agradezco, en cierta medida, los irresponsables cortes de electricidad que nos son forzados porque por tres horas los oídos descansan; nos es devuelto el divino silencio que en nuestro siglo es el mejor de los regalos. Resistir implica entregarse a la rebeldía, cuestionar creencias con inmensas raíces, esas que parecen imposibles de cortar, para sembrar en la tierra fértil otras semillas; como destruir el tambaleante edificio para construirlo nuevamente, esta vez con cimientos sólidos y, sobre todo, propios. Para ello se necesita coraje. Sartre no se equivocaba al afirmar que la libertad es una condena que hoy, en los años noveles, soporto por primera vez. Tal vez en esto radica el origen de mis tribulaciones, tan metafísicas y vagas. No es ninguna certeza, pero quizá los momentos de zozobra y angustia que no comprendo sean esos instantes que conducen al destino, al encuentro y al término de la vocación, que solamente ruegan por una pizca de esperanza y fidelidad.

Hay que negarse a caer en la mala fe y concebir al destino como una suerte de fatalidad irreparable donde no cabe la libertad, pues sin ella esto no tendría sentido alguno. Vivir, escribe Ortega, es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo1; luego, es falso decir que en la vida deciden las circunstancias y que debemos sumirnos en la pura resignación. Ortega entendió la trascendencia de la vocación para salvarse a uno mismo de la cruda caída al abismo: una vida carente de sentido y profundamente vacía, porque el hombre se traiciona a sí mismo, a su esencia, al destino, a su vocación; no llega a ser el que es. Y todo ser es feliz cuando cumple su destino, es decir, cuando sigue la pendiente de su inclinación, de su esencial necesidad, cuando se realiza, cuando está siendo lo que en verdad es. El destino de cada cual es, a la vez, su mayor delicia2.
Pocas certezas existen y el famoso llamado interior no es una de ellas. Para llegar a encontrar lo que uno es, es necesario abandonar la cobardía, arriesgarse a equivocarse mil veces, dejarse conmover por lo que nos rodea y, por supuesto, un poco de suerte. Y que no cunda el pánico, porque al final daremos al mismo destino. Un paso atrás nos aproximará tanto a la muerte como un paso adelante y todo tendrá un único fin, ese que una parte nuestra siempre tendrá que pensar y que es símbolo de nuestra irremediable humanidad3. Mientras tanto, que abunden los cafés y la esperanza, aquella tan generosa y dadora de razones para vivir, para envejecer y morir sin rebeldía.
Referencias
- Ortega y Gasset, J. (1929). La rebelión de las masas.
- Ortega y Gasset, J. (2015). ¿Qué es filosofía? y otros ensayos. Alianza Editorial.
- Saramago, J. (2015). Las intermitencias de la muerte. Penguin Random House.
Camus, A. (1994). El primer hombre.
Perpere, M. (2018). La voz interior: vocación y autenticidad en José Ortega y Gasset. [Tesis de doctorado, Universidad de Salamanca]. Gredos. *REDUCIDA_Lavozinterior.pdf (usal.es)
Sabato, E. (2000). La resistencia.