Del diario de Gustav von Aschenbach

Venecia, 18…

Llegué al teatro Junghans dispuesto a solazarme todo lo que pudiese dentro de los límites de mi personalidad. A primera vista, el teatro podía ser descrito como frugal, incluso repulsivo; el escenario consistía en una tarima de categoría de colegio financiado por el estado y un debilísimo foco blanco que apuntaba a los treinta soportes de partituras ubicados con descuido y apenas elevados. Aquellos pormenores no distendieron en mi ánimo. Era, después de todo, un concierto de entrada libre en donde poco importaban los alrededores; recordé a Schopenhauer, melómano por voluntad dolida, quien entendió que la música se percibe sola y exclusivamente en y a través del tiempo, con completa exclusión del espacio: razonamiento alentador y válido por entero. 

Creí conveniente sentarme en la segunda fila, pues no quise fingir excesiva audacia en mi primer concierto, pero, minutos después, un cuarteto de forasteros enormes decidió sentarse en la fila precedente, dejándome con un paisaje de cabezas canosas y murmullos ininteligibles en un tosco idioma inglés. De nuevo, poco me importó. Contra todo pronóstico y a pesar de la carencia de elementos suntuosos, la gente había decidido presentarse a la función nocturna: aproximadamente trescientas personas ocupaban las butacas raídas, quizá seiscientas, contando a los músicos y el coro que se acomodaba en el escenario. El teatro estaba medianamente lleno y aunque la franja etaria del público parecía sobrepasar con creces la mía, sentí profunda comodidad y pensé que aquel simulacro de asilo era el entorno ideal para un posible brote de amistad. 

El repertorio de la noche sería la suite número dos en Si menor, BWV 1067 de Bach y la sinfonía número tres opus noventa de Brahms. Pretendí analizar los rostros de los músicos sin éxito alguno, permanecían vacíos mientras limpiaban y afinaban los brillantes instrumentos. Se pusieron de pie, a lo que el público respondió con aplausos moderados; el ruido, sin embargo, ascendió inopinadamente y no adiviné el origen del sonoro entusiasmo hasta que detuve mi sondeo y me volví a la izquierda, por donde entraba al escenario un hombre de cabellos largos que parecía estar en sus sesentas. De espaldas, su figura era esbelta y alargada, a su rostro blanco lo adornaban las marcas sutiles de envejecimiento que le hacían fascinante y contrastaban con su porte gracioso; la nariz, alargada, ancha y ligeramente inclinada hacia abajo; la boca, fina, y una expresión de apacible inteligencia complementaban el alborotado cabello color ceniza. Si no era la forma clásica de belleza, quizá lo era de la armonía o de la euforia. Como agradecimiento a nuestros aplausos, nos fue regalada una sonrisa humilde seguida de una voz áspera que resonaba aún sin ayuda del micrófono. Con tropezones constantes en un acento polaco, el Maestro intentó explicar los pormenores de la primera pieza que interpretarían; en su tono percibí una leve desesperación por hablar con fluidez y encontrar los términos precisos que describan las intenciones de Bach o, más bien, hallar la manera de pintar con palabras cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la voluntad, lo que sólo con la música se puede comunicar.

Estar próximo al escenario me permitió aprehender la más ínfima inflexión del rostro, el desvarío de los ojos celestes, la osadía con la que el director de orquesta se desplegaba en el podio, sin atisbo alguno de miedo o vergüenza. Apenas terminado su discurso, el público estalló en aplausos, a mi juicio, injustificados. Noté que había perdido de vista al ídolo, entonces sentí a la inquietud poseerme; mis ojos saltaban de un lado a otro, impacientes por tener nuevamente frente a ellos a la imagen humana de consonancia y perfecta eufonía. Segundos después, la alta silueta reaparecía sobre la tarima que el Maestro poco tenía en falta.

No tardó en marcar la entrada. Parecía una zalagarda visual o somática, pero en ese punto no me cupo ninguna duda de que en realidad conquistaban el teatro sólo el alma del Maestro y la mía. El Maestro conocía meticulosamente la pieza que recreaba en el escenario. No estaba nervioso: la había practicado un millón de veces; la conocía como a la batuta sostenida por su inquieta mano, que de arriba hacia abajo navegaba, produciendo el único lenguaje universal. Su orquesta no nos miraba. Se hallaban perdidos en un plano desconocido, en tanto que varias decenas de pares de ojos se fijaban en la partitura frente a ellos. Rematada la suite, esperaban con acostumbrada impaciencia a que los aplausos cesen, tal vez sabían que el elogioso estruendo se dirigía más al Maestro que a ellos mismos, pero eso no les importaba.

Sin descanso alguno introdujo a Brahms. El cuerpo iluminado por el foco solitario se redujo a elegantes espasmos amorosos o de histeria, igual que el mío propio. En ese instante intuí que trascendimos absolutamente, ya no pertenecíamos al mundo fenoménico, tampoco a la esfera de las ideas. La luz traspasaba aquel elemento invisible solo comprensible con intercesión del alma. Me subyugué al encomio de la espalda apolínea adornada por el desenfadado traje negro, de la cabeza nevada que en un vaivén inagotable había trazado ya todas las coordenadas posibles del plano cartesiano, de las largas piernas, envidiosas del desenfreno con que los brazos marcaban el tempo y que vanamente intentaban imitarlos. No podía mirar su rostro, y tampoco forcé mi imaginación a tal capricho. Aun así, el cotidiano deseo de ser visto jamás me abandonó; sospecho que no ocurrirá nunca: el Maestro ha nacido solamente para ser admirado, como toda pieza artística, como todo director de orquesta.

El deleite pereció junto con el concierto. Me fue imposible deshacerme del deseo de escucharle, de inquirir en semejante figura como la primera vez. Finalmente encontraba el camino que, sin mediación del intelecto, me llevaba al espíritu; ¿podía alcanzar el mundo inteligible, la sabiduría a través de los sentidos? Jamás la cercanía había llegado hasta tal nivel. El resto de artes, en comparación con la música, sólo muestran sombras, no esencias; constituye el lenguaje universal que expresa las emociones más profundas e inconscientes, los más oscuros movimientos que sólo emergen bajo el dominio del arte musical. ¿Cómo podría haber sabido que esa sería la última vez que contemplaba la raíz, el origen del todo? Incansablemente he buscado sentimiento análogo al de aquella noche, algún vestigio del incontenible ardor que se igualase al pretérito, pero no he hallado más que simples reminiscencias, abstrusas imágenes de las formas puras. 

¡Adiós, amigo mío! Poco tiempo ha durado nuestro conocimiento. Adolezco de la incapacidad, tantas veces experimentada, de que la palabra haya conseguido sólo ensalzar mi divina aventura, pero no reproducirla. Ahora me voy; quédate tú aquí, y solo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.