"Todos los hombres por naturaleza desean saber"
Metafísica 985 a.

Hoy la profesora de lingüística nos pidió escribir un ensayo sin inteligencia artificial. Me saca de lugar observar que no había intentado esa actividad antes. Por supuesto que pedía (en vano) que evitásemos usar el chat, pero la indicación era siempre ignorada, y a ella, al final, tampoco parecía molestarle en demasía. Por eso, las actividades eran terminadas con una sospechosa e indiferente rapidez, y nos librábamos de la clase treinta minutos antes de lo que el horario indica. Ya ni nos molestábamos en ocultar el hecho de que pensar era una odisea del pasado, o, en lo personal, que no me interesaba lo que me estaba intentando enseñar. Igualmente, carecía de sentido que, en una actividad grupal de seis personas, participase sólo un ser abiótico, si es que se le puede llamar "ser"; carecía de sentido que necesitásemos la ayuda del robot para escribir en la pizarra una palabra que no llegaba a oración; que la única persona que hacía un amago de esfuerzo intelectual fuese la encargada de copiar los párrafos excesivamente resumidos en la diapositiva, también preelaborada por, probablemente, otro sujeto artificioso. Es lamentable; pero en esos momentos ya poco importa. La situación era ridícula y algunos intentaban esconderse del campo de visión de la profesora para lograr obtener la ansiada ayuda del nuevo mejor amigo del hombre. Uno se escondió detrás de mí, pensé que me copiaría el ensayo, pero no sé si me entristeció más verle urdiendo estratagemas para sacar su teléfono y preguntarle al chat qué escribir. Era un ensayo de tres párrafos. Tres, pardiez.

Thoreau también temía que los hombres dejasen de pensar. Creía que mientras más profesiones hubiera, menos urgencia tendría un individuo de desarrollarse y aprender habilidades, porque otra persona podría hacer aquel trabajo por él. Ojalá se hubiese quedado allí. A pesar de que se sienta terriblemente moderno, no lo es. Ocurrió en Grecia, 400 años antes de Cristo, con el desprecio del viejo filósofo por la práctica de la escritura. Se trataba de algo infrecuente, la más novel de las tecnologías.

Este Dios se llamaba Teut. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura... Teut se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado... Cuando llegaron a la escritura:
—¡Oh, rey!—, le dijo Teut, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener. —Ingenioso Teut—, respondió el rey, —Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida—1.

Aristoteles por Rembrandt

En la época de Sócrates la escritura era la amenaza más incipiente contra el pensamiento, cosa que ahora suena ridícula y me pregunto qué pensaría él de nuestros métodos para enseñar y ganarnos la vida actualmente. Sin embargo, siglos después Bradbury entendió que los libros son el arma más poderosa contra el olvido y son ellos los que aúnan y sostienen sociedades enteras.

Orben (2020) observó que la preocupación y el miedo por el surgimiento de nuevas tecnologías actúa y ha actuado como un ciclo a lo largo de la historia; ha denominado este fenómeno como el Sisyphean cycle of technology panics2 (el "ciclo de Sísifo del pánico tecnológico"). Nombre asaz acertado para una cuestión con ejemplos recurrentes: en 1440, la imprenta de Gutenberg recibió críticas de quienes consideraban que la plebe no merecía empaparse de cultura a través de los libros, agregando además que los libros distraerían a la juventud de ocuparse de quehaceres verdaderamente productivos. Más tarde, en los ochenta los profesores de matemática protestaban en contra del uso de la calculadora porque "el botón no es nada hasta que el cerebro está entrenado". Y la lista continúa.

La fatal diferencia entre los libros, el internet y la IA radica en que los dos primeros proveen información. Información que debe ser interpretada por un ser humano quien debe esforzarse si desea que la empresa de la comprensión resulte exitosa. En el caso de la IA, ambos procesos, el de obtención de información y la posterior interpretación (luego, si se quiere, análisis y creación), pueden ser ejecutados por la misma herramienta. De ahí el peligro. Prescindir del pensamiento significa renunciar a la libertad.

Esto recuerda a una de las cartas que intercambiaron Aristóteles y su pupilo, Alejandro. El príncipe escribe:

No has obrado bien al publicar los libros acromáticos. Pues, precisamente, ¿en qué nos vamos a diferenciar de los demás si cada uno de los libros de los que hemos aprendido van a ser públicos para todos? Yo, en verdad, preferiría sobresalir por el conocimiento y la práctica de las cosas excelentes a sobresalir por mi poder. Adiós.

Y Aristóteles responde:

Me has escrito a propósito de los libros acromáticos, en la creencia de que es necesario que los guardemos en secreto. Pues bien, has de saber que estos están tan publicados como no lo están, pues solo son inteligibles para aquellos que nos han escuchado. Adiós, rey Alejandro3.

Aristóteles entendió que la información no es nada si no se la sabe interpretar apropiadamente. El potencial logos está ahí, pero para saber leerlo y comprenderlo hace falta formación, "haber escuchado", haber leído, haber rumiado; no tragar sin masticar. Pero ya ni si quiera se traga; el alimento ahora está como desperdiciado.

Durante mis accesos de negatividad surge el pensamiento, acaso extremista, de que si se sacase inopinadamente a ciertos pensadores (Thoreau, Sabato, Sócrates) de sus respectivos contextos y se los obligase a vivir en el 2025 se suicidarían, porque leo tanto amor —a veces nostalgia— por cómo se hacían las cosas en sus épocas que no soportarían vivir en una distopía como ésta. Por suerte no tendrán que experimentarlo jamás; o quizá sí que sufren y nos miran desde arriba con la pena y alivio infinitos propios de los viejos maestros.

La solución ideal se obnubila y es cada vez más complejo argüirla considerando que la escuela, como principal ente educador de la sociedad —después de la familia—, que un día tuvo el magno objetivo de formar ciudadanos, hoy en día opta por acoplarse a la estupidez de la mayoría y alimentar al monstruo de la excesiva conveniencia. Es en estos momentos cuando la reflexión se torna especialmente necesaria. Reflexionar para determinar quienes somos, qué es aquello verdaderamente importante y más humano, y desde esa arista, intentar buscar un sentido (si se lo encuentra o no es tema de otra discusión más absurdista) o un fin vital a través de la apropiación del conocimiento. Una vez más, en los orígenes de la filosofía —en la antigua capacidad de asombrarnos y de dudar— se halla la clave que anhelamos para descubrir cómo vivir bien en nuestro nuevo mundo inteligente y artificial.

Referencias

  1. Platón en El Fedro 274 d-274 e 152-158. https://www.filosofia.org/cla/pla/img/azf02257.pdf 
  2. Orben, A. (2020). The Sisyphean Cycle of Technology Panics. Perspectives on Psychological Science, 15(5), 1143-1157. https://doi.org/10.1177/1745691620919372 
  3. Ruiz, P. (2015). Aristóteles: De la potencia al acto. Batiscafo, S. L.